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Se cumplen 13 años del fallecimiento de Hugo Guerrero Marthineitz, «el peruano parlanchín»

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Hugo Guerrero Marthineitz, el profesional que cambió la radio, ganó fortunas y murió solo y en la pobreza…

Con un equilibrio perfecto entre la academia y la calle, marcó a más de una generación de oyentes. Sin embargo en los últimos años de su vida, vivió el ocaso, con problemas económicos y distanciado de sus hijos.

Nació el 11 de agosto de 1924 en Lima, la capital peruana, bajo el nombre de Hugo Tomás Tiburcio Adelmar Guerrero de Ávila Marthineitz, hijo de una modista y de un mayordomo y mecánico de automóviles, que estaban separados y se juntaron por una causa noble que se les fue de las manos. Su hermano mayor, a quien Hugo no llegó a conocer, víctima de una enfermedad terminal, pidió a sus padres que volvieran a estar juntos. Cuando Esther quedó embarazada, Lorenzo se marchó y jamás volvió.

Para darse a conocer, seleccionó cuidadosamente su primer nombre y dos de sus apellidos, ese que inmediatamente llamaba la atención por su curiosa escritura y que él justificaba con un antepasado jamaiquino. «Un abuelo que se fue a vivir a los Estados Unidos, y allí se le complicó el apellido… tú sabes que los jamaiquinos no dicen Martínez sino Matinei, y entonces le habrá puesto esa h atrás de la t y qué sé yo», teorizaba.

Apenas cumplidos los 20 años, ya era una estrella en la radiofonía peruana y sintió que su país empezaba a quedarle «chico». Su primer destino fue Chile, dispuesto a estudiar teatro experimental en la Universidad, no para aprender a actuar sino para adquirir más el manejo de su voz. Luego de un tiempo en Santiago, deambuló sin suerte por distintas emisoras. Lejos de decepcionarse, cruzó el río y se instaló en Montevideo, donde pronto se convirtió en la estrella de Radio Carve, hasta que en 1955 llegó esa oferta de Buenos Aires que tanto esperaba.

Lo convocaron para conducir en las mañanas de Radio Splendid El club de los discómanos, un espacio donde no tardó en mostrar sus credenciales y sus convicciones. Cautivó de inmediato con su español castizo, combinado con un tono algo seco que se podía cortar en cualquier momento con una carcajada, y una arrogancia apenas maquillada, que sabía manejar como nadie.

Con la Argentina fue amor a primera escucha. Su gran salto hacia la masividad lo dio en 1967, cuando lo contrataron de Radio Belgrano para hacer El show del minuto. El envío no tenía 60 segundos, sino cinco horas a la tarde, de lunes a viernes de 14 a 19, que llenaba él solo, con la inseparable compañía de su operador Frank Boga. Fue aquí donde consolidó su estilo único de hacer radio, estilo que sigue vigente hasta hoy, aun con los cambios de formato y los avances tecnológicos. Allí nació el apodo de «Peruano Parlanchín», por su capacidad para llenar las horas de aire con una locuacidad inédita, donde los silencios tenían tanta importancia como las palabras, con una estudiada improvisación y un capital cultural construido en iguales dosis entre la academia y la calle ya que se ufanaba de tener solo estudios primarios.

Fue pionero en hacer participar al oyente, incorporarlo a la rutina del programa, invitarlo a cumplir el sueño de salir en la radio. También fue el primero en pisar los temas, cantar encima de ellos, tararear las melodías, generar, otra vez, la empatía con el oyente, que seguramente estaba haciendo lo mismo del otro lado del transistor. En definitiva, romper lo establecido para imponer lo propio.

Parte de este contrato tácito con su público se basaba en no subordinar la calidad y la calidez del producto a la publicidad. En su programa se escuchaba la música y se leían los textos que el Negro quería, y no había tanda ni productor ni sugerencias que lo hicieran cambiar de opinión. El show del minuto estaba libre de la influencia de payola, como se conocía al impuesto que exigían las discográficas para difundir sus productos. Si al Negro no le gustaba, el tema no se pasaba. Y no había cajas de habanos ni whiskies importados que lo hicieran cambiar de opinión.

En cambio, si se enganchaba con un disco, lo pasaba completo y lo repetía -como pasó con Abbey Road, pese a no ser tan admirador de los Beatles-. O como cuando, valga la redundancia, enloqueció con la «Balada para un loco» de Piazzolla, Ferrer y Baltar y fue el empujón que necesitaba Astor para lograr un alcance apto para todo público. Por esos micrófonos también pasaban la lectura completa de Radiografía de la Pampa de Martínez Estrada e innumerables cuentos de Bradbury y allí charlaba por horas y de igual a igual con genios de la literatura como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Ernesto Sábato. Y que ningún productor se atreviera a hacerle el gesto de «corte» o de «redondeá» porque nadie manejaba los tiempos como el Negro.

De repente, una tarde de mayo de 1972 y sin ningún tipo de aviso, El show del minuto dejó de salir al aire. Eran otros tiempos, otro flujo de información, nadie sabía qué ocurría. Las primeras versiones indicaban el enojo de los directivos de Radio Belgrano por la forma que tenía el Negro de dirigirse a los colegas. Luego se supo que el conductor se negaba a grabar sus emisiones y exigía continuar con los envíos en vivo. Una mujer publicó un aviso en un matutino pidiendo «solidaridad para el Negro Marthineitz». La cadena se hizo, digamos hoy, viral. Llamados telefónicos, convocatoria espontánea y unas dos mil personas desbordando el Teatro Odeón. Hasta se elevó un petitorio al presidente de facto Alejandro Lanusse.

Su relación con los gobiernos de turno, fueran radicales, peronistas o militares siempre fue tensa. Las convicciones de Guerrero Marthineitz no se doblegaban así nomás, y cuando se topaban con un golpe de mala suerte, la cosa podía complicarse en serio. Como cuenta uno de sus operadores, Carlos Alberto Santos en el libro Días de Radio, compilado por Carlos Ulanovsky. Durante la guerra de Malvinas, el COMFER había intimado a transmitir los programas en vivo, para que pudieran entrar los comunicados por cadena nacional en el momento que fuera necesario. Guerrero se negó y como siguió grabando su programa, si llegaba un comunicado, se pasaba encima. Pero cuando hubo que comunicar el hundimiento del crucero General Belgrano el empalme con la cinta fue justo donde un efusivo Marthineitz vociferaba «Aleluya, aleluya, eso hay que festejarlo». A los 20 minutos, el Ejército se hizo presente en la puerta para llevárselo. «Se salvó porque su madre se había muerto unos días antes y dijimos que el programa salía grabado porque él estaba de duelo», contó Santos.

Animal de radio desde su adolescencia, se tomó su tiempo para desembarcar en televisión y no conoció el éxito y el reconocimiento hasta 1984, con A solas, el programa que llegó, otra vez, para desacartonar las estructuras. Entrevistado y entrevistador se alternaban los roles. «A mí Hugo Guerrero Marthineitz me hizo llorar en una entrevista ¡pero siempre con respeto! Te mostraba como ser humano, no como cosa»; contó Araceli González de su experiencia como entrevistada. No había un hilo conductor, no había un cuestionario ordenado y metódico. Era la magia de la radio trasladada a la televisión, imponiéndose a pesar del formato y obteniendo un Martín Fierro en 1986. 

Pese a que el éxito en el ámbito profesional lo acompañó por más de 50 años, su vida sentimental fue mucho más oscilante. De tres matrimonios distintos tuvo tres hijos –Diego Alonso, María Gabriela y Hugo- y contó innumerables romances, por lo general con mujeres primero unos años menores y luego varias décadas más chicas.

La vida le pasó factura y con el cambio de siglo, la luz de Hugo Guerrero Marthineitz comenzó a apagarse. Su lugar en los medios se volvió marginal y regresó a las primeras planas de la forma que no hubiera imaginado. En 2007, reconoció en una entrevista que vivía en la pobreza y ofrecía charlas a domicilio para generar ingresos. Dos años después, trascendió la noticia del desalojo del departamento que ocupaba. Hacía dos años que no pagaba el alquiler. Cuando lo desalojaron revoleó por la ventana todos sus premios y salió con su cabeza cubierta por una bolsa de basura. Poco quedaba de ese hombre que organizaba grandes banquetes, llevaba a sus novias a comprar ropa por la 5ta Avenida de Nueva York y ganaba fortunas. Los vecinos contaban que sobrevivía gracias a un pequeño subsidio del gobierno que le alcanzaba para menos que lo básico y que solo guardaba su porte altivo y orgulloso cuando al kiosquero le pedía fiados los diarios del domingo.

 

En una entrevista en Semanario, contó que había llegado a vivir en la calle. La noticia sacudió al medio y despertó la inquietud en algunos colegas como Chiche Gelblung y Mauro Viale que intentaron darle una mano. Viale, lo llevó a su programa de televisión y luego lo invitó a colaborar con él en Radio Rivadavia. Desde el desalojo Marthineitz no tenía un domicilio y más de una vez pasó la noche en un sofá de los pasillos de la emisora. Pese a todo el locutor se mostraba contento con esta oportunidad, veía la posibilidad de resurgir. Pero la aventura terminó de la peor manera.

En mayo de 2010, Marthineiz y Viale protagonizaron un escándalo en las afueras de la radio. El locutor fue a increparlo reclamándole una deuda, que el conductor desconoció. Se trenzaron en una pelea en la vía pública que terminó con patrulleros, Marthineitz hospitalizado y Viale refugiado en la emisora. Al poco tiempo entró a un neuropsiquiátrico del barrio de Belgrano por un cuadro de desnutrición. Allí vivió sus últimos tres meses. Murió en el Hospital de Clínicas el 21 de agosto de 2010.

Pero el hombre que cambió la manera de hacer, y escuchar, radio merece ser recordado de otra manera. Aunque se definía como «un loco de mierda que habla solo ante un micrófono. Un mediocre que da examen todos los días», fue una de las voces de la época dorada de la radiofonía, podio compartido con Cacho Fontana, Antonio Carrizo y Héctor Larrea. Un hombre que nunca renunció a sus convicciones y que supo hacer de la palabra y del silencio, un arte compartido.

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