La isla comunista está en el borde del colapso debido a una arrasadora crisis económica. El aliado venezolano ya no la puede auxiliar y, a su vez, escapa del mismo abismo, como una clásica dictadura setentista.
Cuba se balancea en el peor de los mundos, al borde de un abismo y carente de una estructura opositora que construya una alternativa. El alto riesgo de colapso proviene de tensiones sociales que parecen estallar ahora, pero que han venido creciendo en el último lustro por un derrumbe terminal de la economía, el desabastecimiento crónico y la presión inflacionaria. Los apagones constantes, símbolo si se quiere en extremo gráfico de la decadencia del modelo, son el gatillo de una furia popular que desborda a un régimen envuelto en el desconcierto y la impotencia.
Así, la nomenklatura comunista, sin armas para tramitar la crisis, opera con una notoria parálisis y distancia frente al desastre. La burocracia oficialista se limita a repetir viejas consignas épicas y de repulsa al imperialismo. No advierte que por la rejilla de aquellas necesidades básicas insatisfechas se ha escurrido hace tiempo el valor simbólico de la revolución castrista.
El destino de esta circunstancia importa no solo por lo que pueda suceder en la mayor de la Antillas. También por lo que esas fuerzas liberadas puedan provocar entre los regímenes regionales que se han mirado en el espejo cubano por décadas y lo han usado para contener y castigar a sus propias comunidades.
En ese sentido, en Cuba suceden novedades poco frecuentes en su historia. El pasado domingo se produjo una movilización multitudinaria en Santiago de Cuba, la segunda ciudad del país, que se extendió a otras localidades en demanda de alimentos y luz eléctrica. Pedían comida y poder iluminarse. Pero el gobierno culpó de inmediato a la Cia, el Pentágono y la Casa Blanca.
La protesta fue un eco de menor tamaño a la que conmovió al país en julio de 2021 y que también fue una movilización contra el ajuste de la economía, una ortodoxia inclemente que, como en Venezuela, agregó una dolarización que filtró a los sectores más empobrecidos.
Los pobres, los más afectados
Los cortes de electricidad que se extienden a veces hasta 18 horas, en este contexto son más que una molestia. Esas masas con menores ingresos, sobre todo en el interior más precario del país, preparan sus pocos alimentos con cocinas eléctricas. No tienen otras alternativas.
La ausencia de combustible para mover las usinas guardat otra conexión con la crisis venezolana. El aliado caribeño ya no puede enviar los 100 mil barriles diarios que llegaban a La Habana prácticamente de regalo durante el auge chavista.
El efecto no es solo la falta de luz. El desperfecto encadena otras dificultades. Las escuelas se vacían porque los chicos no tienen como llegar a ellas debido a que sin naftas no hay transporte, un medio esencial especialmente en las provincias donde las distancias son importantes y la gente carece mayoritariamente de automóviles y en cualquier caso tampoco podría usarlos.
En Santiago de Cuba las consignas de la marcha eran inicialmente básicas, se reclamó por “corriente (eléctrica) y comida». Pero reapareció el lema de “patria y vida” de la anterior protesta nacional de 2021. Ese repudio a “patria o muerte”, el clásico del castrismo, fue acompañado además de otros gritos desafiantes: “abajo el comunismo” y “abajo Díaz Canel”, (Miguel), el presidente y delfín del cuasi jubilado Raúl Castro.
Una diferencia clave con aquel julio de 2021 fue la ausencia de la durísima represión de entonces. Aunque hubo ataques de la policía contra las manifestantes, se cortó internet para evitar la difusión del enojo y se apeló a la muletilla oxidada de la Guerra Fría contra EE.UU, privo la moderación. Esa cautela frente a la protesta es un dato político. El régimen ha vuelto a pedir ayuda alimentaria a las Naciones Unidas, como hizo en febrero último. Un tardío darse cuenta.
Es interesante observar cómo describen esta crisis los pensadores en Cuba que fueron pilares intelectuales del proceso castrista. La conocida filosofa e historiadora marxista Alina López Hernández, quien vive con dificultades en la isla, sostiene que “en Cuba actualmente el dilema fundamental no se dirime entre ideologías, sino entre una ciudadanía excluida y un Estado represivo”.
“El Partido (comunista) en Cuba es hoy una organización ineficaz y desacreditada”, escribió en su blog CubaxCuba. La Constitución impulsada por Fidel Castro definió al PC cubano como «la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado». Alina Hernández retoma esa idea y afirma que hoy “la verdadera fuerza superior son el aparato de contrainteligencia y los órganos de Seguridad del Estado convertidos en represores de la ciudadanía”. Su descripción serviría también para caracterizar la decadencia venezolana.
Pero esta historiadora desafiante sostiene algo más y central en la crisis cubana y en esas coincidencis. Después de repudiar como “cobarde” al régimen por mentir sobre el involucramiento de EEUU. en las protestas, sostiene que la burocracia comunista “dejó de mirar hace tiempo a la ciudadanía. Por eso la han sorprendido dos grandes estallidos sociales de los que no se siente culpable e intenta justificar a partir de factores externos… La gente protesta porque está pasando hambre”.
Cuba tuvo una oportunidad de desarrollo para emular los modelos comunistas asiáticos de apertura, particularmente el Doi Moi o Reconversión Multifacética de Vietnam, que en una generación convirtió a ese país en una potencia regional de libre mercado bajo control del PC.
Disidencias entre Raúl Castro y Hugo Chávez
Ese experimento seducía al menor de los Castro, pero lo sabotearon los halcones de su propio gobierno que no querían perder sus privilegios. También conspiró en contra Hugo Chávez que detestaba la alternativa de un modelo capitalista aunque sea de estilo chino en el vecindario. Raúl Castro y Chávez nunca se apreciaron totalmente debido a esa discordia.
Tras la muerte del venezolano y el retiro de Fidel, esa posibilidad modernizadora tomó vuelo en 2014 de la mano de la gestión combinada del gobierno demócrata de Barack Obama y del Papa Francisco que alineó el Vaticano con la agenda de Washington.
El parto del deshielo y la reapertura de embajadas entre el imperio y la isla, modificaba todo el escenario. Casi de inmediato motorizó un auspicioso brote de clase media y un flujo importante de inversiones y, por supuesto, debate político. Con el turismo en crecimiento aparecieron proyectos de grandes hoteles y una iniciativa para transformar a la isla en el principal distribuidor de contenedores del Caribe desde una zona franca en el puerto del Mariel.
Como se sabe, el inefable Donald Trump derribó todo ese armado. El republicano acabó asociado con los halcones cubanos que celebraron el retroceso. Cuando en las elecciones de 2020 llegó Joe Biden a la Casa Blanca, ex vicepresidente de Obama, los cubanos aperturistas se entusiasmaron. No era para menos. El país venía de un descomunal desastre económico con una caída extraordinaria del PBI ese año de -10,9% y -10,8% en el indicador per cápita, el peor derrumbe en casi dos décadas.
Para mejorar el ambiente de inversiones y negocios, que suponía que llegarían en torrente al revivirse el deshielo, Castro ordenó unificar las dos monedas en curso en el país. Fue el inicio del actual doloroso proceso de ajuste que disparó la inflación y la cotización del dólar.
La consecuencia fue aquella primera protesta de julio de 2021 con la exigencia de libertad y democracia en el entendimiento razonable de que de ese modo se podrían resolver mejor las calamidades. Cuba nunca se recuperó. Como ha venido repitiendo por años Leonardo Padura «en Cuba hemos tocado fondo, más que la comida o la luz lo que más nos falta es esperanza».